Este consabido tópico, frecuentemente manifestado como crítica al derecho, es más bien una máxima que debe asumir firmemente cualquier regulador cuando debe encarar los posibles retos sociales que nos trae una nueva tecnología.
El proyecto regulatorio que nos trae de nuevo este cliché es el intento del Gobierno por actualizar el Estatuto del Artista de 1985, una norma de ámbito laboral que establece el marco de contratación entre determinado personal artístico y productoras audiovisuales. El anteproyecto presentado a comienzos de septiembre por el Ministerio de Trabajo y Economía Social pretende, además, de manera tan afanosa como irrealista, regular el uso de la inteligencia artificial por el sector audiovisual, en concreto la generación de réplicas digitales de actores o de nuevas obras, usando para ello como base la voz, imagen o creatividad de profesionales artísticos.
Este planteamiento, en teoría comprensible, es erróneo en su esencia por un triple motivo: como anticipaba, no debemos regular antes de que se produzcan verdaderos conflictos sociales; una norma de índole laboral no debería establecer límites al uso de una tecnología; y, sobre todo, no debemos hacerlo cuando ya hay en el ordenamiento jurídico otras normas que regulan estas cuestiones.
Puede leer el artículo completo aquí.